Publicado en la revista Verde Olivo el 19 de octubre de 1959.
Tras una pequeña escala en Birmania llegamos a Japón. El otrora
floreciente imperio del Sol naciente constituido por un grupo de
islas de naturaleza montañosa y volcánica, con una superficie de
370 mil kilómetros cuadrados, alimenta una población de más de 80
millones de seres humanos. Aunque decir «alimenta», para este país
como para todos los asiáticos que conocimos, resulta optimista. Este
gigante industrial alberga en su seno violentas contradicciones
sociales, provenientes de la existencia de una antigua clase feudal
que asimiló las exigencias de la máquina y adaptó su estructura a
esta nueva era manteniendo intacto su privilegio político.
Sus 50 000 hectáreas cultivables son muy inferiores a las 80 000 que
hay en Cuba (seis millones de cubanos dependen para su subsistencia
de esa cantidad de tierra y en dos tercios de la misma deben producir
sus alimentos los ochenta y tantos del Japón).
En esta mísera parcela campeaban por su respeto, hasta la
terminación de la Segunda Guerra Mundial, los señores feudales y
los descendientes de la casta guerrera de los "samurais" en
cuyas armas se basaba el poderío de la clase dominante. La
intervención militar norteamericana, encabezada por el General
Douglas Mac Arthur, trató de romper el predominio de clase y de
casta quitándole su poder sobre la tierra y una Reforma Agraria de
vastísimas proporciones y estricto límite máximo de una hectárea
(1/13 caballería), fue dictada por esa intervención. La tierra se
pagaba en treinta años con bonos que devengaban un 2 y medio por
ciento anual de interés. Pero la enorme población campesina y la
escasez de tierra provocaron una distribución tal de la misma que
cada japonés recibía por término medio solo una fracción de
hectárea (aproximadamente 1/30 de caballería). Esta ridícula
porción obliga al campesino, no solo a sacar el máximo provecho de
cada centímetro de tierra cultivable, sino también a emplearse como
asalariado en alguna de las grandes industrias japonesas. Pero ya el
Señor Feudal ha desviado sus capitales hacia este moderno sector de
la producción y nos encontramos con que el campesino de antaño
cambia de ámbito y de trabajo, pero no de amo.
La industria japonesa es verdaderamente gigantesca; sus grandes
astilleros, donde grúas monumentales mueven piezas de cincuenta
toneladas y obreros diligentes y disciplinados como hormigas trabajan
con precisión matemática, se mezclan con otros grandes hormigueros
humanos donde niñas laboriosas dejan su vista en la confección de
diminutos transistores para las modernas radios, con la misma
matemática precisión. Es bueno y aleccionador hacer notar que este
país, una de las potencias industriales más poderosas del mundo
actual, importa petróleo y mineral de hierro, es decir, dos de los
productos fundamentales de la siderurgia, base de la industria
pesada. Hay que tener presente que, en el mundo moderno, la voluntad
de realización es mucho más importante que la existencia de
materias primas; si establecemos, como datos aclaratorios, que una
tonelada de carbón norteamericano, transportada por vía marítima,
sale más barata en Cuba que en los altos hornos de la misma nación
productora, donde debe transportarse por ferrocarril y tomamos en
consideración que hay una superproducción mundial de petróleo, no
vemos razón alguna para que la industria siderúrgica, punto de
partida de todo proceso de industrialización serio no se lleve a
cabo en nuestro país.
Con ritmo vertiginoso fuimos visitando empresas de acero, fábricas
de tractores y locomotoras, fábricas de jeep, ómnibus y vehículos
de todas especies, de transistores, de pequeños arados
auto-propulsados, de abonos químicos, de aviones y helicópteros, de
implementos eléctricos en general, de tejidos, de maquinaria textil,
etcétera. Visitamos una pequeña porción de fábricas de una
pequeña parte de la isla, nos dimos cuenta de la pujanza industrial
del país, pero también salta a la vista la sujeción indiscutible
al poder norteamericano. Este país, cuyos antiguos guerreros se
abrían el vientre ante la sospecha de un insulto a su honor militar
y cuyos nuevos combatientes morían con la sonrisa en los labios, en
los aviones suicidas que se estrellaban contra los acorazados
norteamericanos, ve hoy cómo su territorio es ocupado por una
potencia extranjera que se encarga del resguardo de sus costas y de
su soberanía. Al mismo tiempo observa cómo desde su territorio se
amenaza a países vecinos con la punta de los proyectiles atómicos;
que ese pueblo, que conoce mejor que nadie el trágico poder de las
armas nucleares y palpa la capacidad de represalia de la nación a
donde irían dirigidas esas armas, inicia cada madrugada sus tareas
con la impresión de que cualquier error de apreciación, o alguna
intencionada disposición de los ocupantes de su país, puede
significar una lluvia de proyectiles atómicos sobre él y provocarle
la muerte rápida de la explosión o la lenta de las quemaduras
atómicas o enfermedades degenerativas que producen. Impresionante
testimonio es el que ciento seis personas hayan muerto este año de
enfermedades provocadas por las explosiones ocurridas hace catorce
años en Hiroshima y Nagasaki. Visitamos aquella ciudad mártir,
reconstruida hoy totalmente; un catafalco de cemento guarnecido por
una bóveda del mismo material y teniendo por fondo las ruinas del
edificio donde cayó la bomba, constituyen el monumento a los caídos.
Setenta y cuatro mil nombres de personas que pudieron ser
identificadas es todo lo que contiene el catafalco... y la ira
impotente, la desesperación concentrada, de quienes han visto
perecer a tanto ser humano en una inigualada orgía de fuego y
muerte.
Anexo a la tumba existe un museo atómico donde se contemplan
desgarradoras escenas que alcanzan, no solo a los días oscuros de la
guerra, sino también a los del atolón de Bikini, en cuya cercanía
explotó una bomba experimental que tocó con sus radiaciones a
pescadores japoneses que navegaban en mares cercanos. Todo es nuevo
en Hiroshima, reconstruido después de la espantosa explosión, pero
señales indelebles de la tragedia flotan sobre la ciudad y en los
nuevos edificios, réplicas exactas, muchas veces, de los que
anteriormente ocupaban el lugar. Se adivina, sin embargo, una falta
de continuidad. Es una sensación difícilmente definible que hace
aparecer a la ciudad como la reproducción de algo ya muerto.
Atenazado por la carencia crónica de tierras, el campesino japonés
saca de esta su máximo provecho y sus campos se ven utilizados en
lugares que despreciarían los más industriosos labradores de
nuestro país. Esta misma carencia ha hecho que sea de extraordinaria
importancia el abono; mezclando el químico, que producen sus grandes
industrias, con el abono natural de animales y también de seres
humanos. Hay científicos que opinan que los extraordinarios
rendimientos de la tierra y su inagotable fecundidad se deben al uso
constante del abono orgánico, pero, además, las técnicas agrícolas
son de jardinería. En un país donde la mano de obra es tan barata y
abundante, se la utiliza sin remilgos y el arroz, su principal
producción agrícola, ocupa en este gran país industrial mucho más
mano de obra por unidad de tierra que la utilizada aquí en Cuba.
Otras de las características interesantes es la extraordinaria
electrificación, con producciones de trenes eléctricos que brindan
un gran confort al viajero. Debido a la carestía y escasez del
petróleo y la cantidad de fuerza hidroeléctrica magníficamente
aprovechada, el transporte por ferrocarriles de este tipo es de
considerable importancia.
A pesar de la cantidad de conversaciones sostenidas con industriales
y con el gobierno japonés, no se llegó a ningún tratado, pues hay
conflictos entre nuestros países debido a que los tejidos japoneses
no tienen libre acceso al mercado cubano con el fin de proteger
nuestra industria textilera. Quedaron, sin embargo, sentadas las
bases de ese futuro convenio cuyo artículo principal de intercambio
sería por nuestra parte el azúcar del cual los japoneses son los
segundos compradores de Cuba en orden de importancia. El Japón
podría ofrecernos toda la gama de su riqueza industrial tan
necesaria en estos momentos de desarrollo.
Muchas valiosas enseñanzas hemos sacado de la visita al país: la
posibilidad de industrializar sin necesidad de contar con todas las
materias primas en nuestro propio suelo, las posibilidades de la
industria pesquera en un país insular, las posibilidades de
adaptación a nuestra agricultura de métodos que permitan un mayor
empleo en artículos tan fundamentales como el arroz, la práctica de
métodos industriales que permitan un aprovechamiento al máximo de
la capacidad del hombre; pero hemos visto algunos resultados
negativos del régimen social que vive el Japón: la falta de
planificación, que lleva a saturar mercados internos y externos de
un producto dado, mientras prácticamente no existen; la costumbre de
echar sobre los obreros las rebajas en los precios que se hace para
competir en el mercado; lo negativo de la lucha despiadada entre
compañías rivales que sacrifican a sus intereses los de la nación
entera y, por último, aunque más importante que todos, quizás, la
demostración de que no hay bien más deseable que la total soberanía
nacional y que, cuando esta se pierde, aun los gigantes industriales
deben sufrir el vaivén del capricho extranjero.
Fuente: Centro de Estudios Che Guevara.
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