A Camila, por su empeño en aprender la lengua de sus abuelos
y a Marielle Franco, no hace falta decir por qué.
¿Quién lo creyera, sin embargo? Es una mujer aún:
hasta esta misma vida, tan horrible y todo,
oprime y pone en tensión su resorte
de mujer, la electricidad femenil.
Jules Michelet, La bruja (1862)
Desde los albores de la
humanidad y la historia de las civilizaciones bastó una sola mujer para desatar
calamidades y arruinar al hombre: la expulsión del Paraíso, la guerra de Troya,
la disolución de la banda de rock inglesa más grande de todos los tiempos. La
lista es inagotable. Cada vez que compro un kilo de manzanas deliciosas, me
pregunto cuán distinto hubiese sido el mundo si a Eva no se le hubiera ocurrido
ofrecer un refrigerio frutal a Adán, si Helena hubiera sido menos agraciada, si
la exposición de Yoko Ono del 9 de noviembre de 1966 en la Indica Gallery de
Londres se hubiera suspendido por mal tiempo, y así sucesivamente.
Reflexión similar vale
para la caída del imperio azteca, la conquista de México por Hernán Cortés y el
consecuente mestizaje, esa agonía entre hispanismo e indigenismo que
caracteriza lo que llamamos “ser americanos”. La responsable en este caso es —además
de mujer— india y negra, y tiene —al igual que el diablo— no uno, sino varios
nombres: Malinalli, Marina, Malintzin, Malinche. A la sazón, la pregunta que me
hago no es qué hubiese sido del valeroso Hernán Cortés, de su campaña y de su
encuentro con Moctezuma si la Malinche hubiera sido menos entrometida y hábil
con las lenguas, sino qué se hubiese dicho y escrito sobre ella si en vez de
mujer hubiese sido hombre. Ya sé, la pregunta le suena a cliché feminista y le
produce aversión. Yo le doy la razón, usted deme el gusto de seguir leyendo un
poco más.