Ilustración de Delphine Lebourgeois |
Alguna vez le
preguntaron al cineasta alemán Werner Herzog qué se requería para filmar
películas. La respuesta que ofreció fue tan insólita como audaz. En primer
lugar, dijo que era necesario tener buen estado físico y ser una persona
atlética: “el cine no nace de tu pensamiento académico abstracto; nace de tus
rodillas y de tus muslos”, especificó. Dijo, además, que si tuviera que fundar
una escuela de cine, aquellos que quisieran inscribirse deberían cumplir con el
requisito de haber recorrido a pie una distancia de no menos de 5000
kilómetros. Luego, tendrían que presentar sus libretas y diarios de viaje como
prueba de haber llevado a cabo dicha hazaña[1]. Herzog
aseguró que en ese viaje a pie los aspirantes aprenderían más sobre la labor de
un realizador que durante cinco años de instrucción formal: “Sus experiencias
serán lo opuesto del conocimiento académico, porque la academia es la muerte
del cine. Es exactamente lo contrario de la pasión”. Según Herzog, una buena
escuela de cine debería permitirles a sus alumnos experimentar un estado de
excitación mental, porque es eso lo que hace posible concebir una película:
“Las escuelas de cine no deben producir técnicos sino personas de mente
agitada. Personas con espíritu, con una llama ardiendo en su interior”.
No ya en el
ámbito del cine, sino en el relacionado con las letras —y con su modesto
misterio—, José Salas Subirat quizás sea un buen ejemplo de este tipo de
personas. Nació en 1900 en San Cristóbal, Buenos Aires, en el seno de una
familia de inmigrantes catalanes. Asistió a la escuela hasta que tuvo edad
suficiente para trabajar, algo que era moneda corriente en familias tan
numerosas (eran 15 hermanos). Se estima que abandonó los estudios primarios en
quinto grado, a los doce años. En ese período aprendió a leer y a escribir y tuvo
su primer contacto con el inglés, aunque nunca llegó a tener un conocimiento
muy profundo del idioma. Su primer trabajo fue de empaquetador en una imprenta
y librería. Si bien tuvo ocupaciones diversas, dedicó la mayor parte de su vida
a la venta de seguros y, posteriormente, a la publicación de manuales y libros
de autoayuda. Entonces, si hubiésemos tenido que contemplar la posibilidad de
que fuera Subirat —y no, por ejemplo, Borges, que llevaba el inglés literal y
literariamente en las venas— quien traduciría por primera vez el Ulises de James Joyce al español, no
hubiésemos dudado en concluir que esa tarea estaba fuera de su alcance. No
obstante, contra todo pronóstico y para sorpresa y estupor del círculo letrado
de su época, a Subirat no le tembló la pluma frente a las 800 y pico de páginas
de prosa joyceana, ese “río turbulento”, al decir de Juan José Saer, que
perturbó el lenguaje hasta hacerlo trizas en todos sus niveles y que no tardó
en recibir la sentencia unánime de intraducible. Si el cineasta alemán está en
lo cierto, cabe sospechar que lo que le permitió a Salas Subirat convertirse en
la primera persona en traducir al español la complejísima y extensa obra del
escritor irlandés fue su arrojo, su inagotable curiosidad, su mente agitada y
alguna que otra llama ardiendo en su interior.
Para quienes
sientan curiosidad por conocer la vida de este personaje, se recomienda la
lectura del reciente libro de Lucas Petersen El traductor del Ulises. Salas Subirat. La desconocida historia del argentino que tradujo la obra maestra de
Joyce (2016), un exhaustivo trabajo de investigación que recupera datos
biográficos del enigmático y desconocido autor de la primera traducción al
español del Ulises. Para quienes se
están formando como traductores o se dedican a traducir y conocen el infinito
debate en torno qué es lo que puede y no puede la traducción, este libro es,
sin dudas, un buen disparador para la reflexión y, por qué no, para la
inspiración.
La vida de José
Salas Subirat no revestiría mayor interés si no fuera porque es, además, el
relato de cómo una traducción aparentemente irrealizable surge del flirteo de
un hombre común con las lenguas extranjeras y las letras. Subirat fue un lector
ávido. Leía de todo porque tenía la convicción de que todo podía llegar a ser
de utilidad en algún momento. Compraba libros por kilo que luego almacenaba en
su escritorio y en el garaje de su casa. Sin embargo, la experiencia y la
formación con las que contaba al momento de vérselas con la obra de Joyce eran
ciertamente “lo opuesto al conocimiento académico”. Dicho esto, algo que
destaca Petersen una y otra vez en El
traductor del Ulises es que el anhelo de superación personal fue una constante
en la vida de Subirat. Recapitulemos, entonces, algunos datos relevantes del
libro.
Después de su
primer trabajo como empaquetador, Subirat fue contratado en una zapatería.
Durante la jornada laboral de 13 y, en ocasiones, 15 horas, se las arreglaba
para leer, cuando su patrón no lo veía, algún que otro tomo de la económica
colección de libros de la Biblioteca La Nación, que escondía dentro de una caja
de zapatos en una estantería apartada. Además, practicaba mecanografía sobre un
teclado que había dibujado en un cartón. Luego, trabajó como cobrador en una
fábrica de cajas fuertes. En 1919, entró en la compañía de seguros La Continental
como taquidactilógrafo, donde finalmente pudo poner en práctica los
conocimientos que había adquirido en forma autodidacta y con gran sacrificio.
Permaneció allí hasta 1924. Un año antes, a la edad de 23, terminó la escuela
primaria y rindió libre el primer año de la escuela secundaria. Ese mismo año,
incluso antes de haber aprobado el sexto grado, panfleteó a sus vecinos
ofreciendo clases particulares de taquigrafía e inglés bajo la promesa de
ayudarles a obtener mejores puestos y sueldos con solo una hora por día de
estudio. De este modo, fundó la “Academia de taquigrafía e idiomas J. Salas” en
la que se desempeñó como profesor por las noches, cuando terminaba su turno de
trabajo en La Continental. Después de su salida de La Continental en 1924,
probó suerte en el ámbito publicitario. Dos años más tarde, la empresa
soviética Amtorg lo contrató como traductor. Como cabe suponer, aprovechó la
oportunidad para aprender algo de ruso. Ya sabía inglés y había aprendido un
poco de italiano y francés de manera autodidacta. Trabajó allí hasta fines de
la década del 20 tras lo cual obtuvo trabajo como despachante de aduana.
En 1925 empezó a
frecuentar el grupo Boedo. Eran tiempos en que Buenos Aires experimentaba una
reestructuración social y cultural que supuso divisiones de clase e
ideológicas. Florida y Boedo, centro y periferia respectivamente, fueron dos
grupos organizados en torno a concepciones de la literatura y el lenguaje
opuestas. Boedo era el barrio de terrenos de bajo costo donde se construían
viviendas para los inmigrantes, quienes se insertaron en la vida social y
cultural y dieron origen a una nueva concepción de la literatura con base en
ideas anarquistas y de transformación social. La calle Florida, en cambio era
el centro de la clase legítimamente porteña. Los miembros de este grupo,
vinculados con los movimientos vanguardistas, se concentraron en torno a la
publicación de la revista Martín Fierro.
En contraposición a la idea del “arte por el arte” que sostenía la vanguardia
martinfierrista, el grupo Boedo abogaba por una literatura realista y
naturalista al servicio de la revolución social; idea heredada, en parte, de
los escritores rusos del siglo XIX. En
Boedo, Subirat colaboró con la publicación de reseñas literarias, ensayos,
artículos literarios, de política internacional y de crítica musical en Los Pensadores (luego, Claridad) entre 1926 y 1929. Durante
esos años publicó también dos novelas y dos cuentos que recibieron críticas
poco favorables. Desde la década de 1929 hasta la década del 40 se alejó del
ámbito cultural. En este período se casó y tuvo su primer hijo. Tras la caída
de la bolsa de Wall Street en 1929, beneficiándose del fenómeno de sustitución
de importaciones que estaba teniendo lugar en la Argentina, Subirat fundó en
1932 una fábrica de juguetes de madera (los Chaminú); animales en su mayoría
que evocaban, en una versión más rústica, dibujos animados como Mickey, Popeye
y Olivia, entre otros. Polifacético como pocos, acaso Subirat haya heredado la
excentricidad de su padre, que se había dedicado a inventar artefactos; entre
ellos, un “salvavidas de automóvil”, un “dispositivo silencioso para inodoros”
y un “nuevo método para acallar el ruido que producen los depósitos automáticos
para inodoros”.
En 1938 volvió a
La Continental y permaneció allí hasta fines de los años 50. Se supone que a
fines de 1939 Subirat comenzó la lectura del Ulises y trabajó en su traducción entre 1940 y 1945. Existen dos o
más versiones acerca del motivo por el cual decidió traducir la obra, pero probablemente
no sea esa la pregunta que debamos hacernos. Cuando Petersen plantea el
interrogante de cómo llega un vendedor de seguros, exfabricante de juguetes y
escritor menor e inclasificable a querer involucrarse en el problema de
traducir una obra intraducible, corre el foco hacia una pregunta más
interesante aun: ¿por qué decide leerla en primera instancia? Si recordamos que
su formación como lector y escritor había tenido lugar en
un entorno manifiestamente distanciado de la vanguardia como era el grupo
Boedo, decididamente la pregunta de Petersen da en el blanco. La vida de Salas
Subirat había estado signada por la búsqueda de la superación de sus propias
limitaciones. Lo que es más, alguna vez manifestó por escrito que la mejor
manera de leer con atención una obra era traducirla. El desafío que suponía
primero la lectura y luego la traducción del Ulises era la expresión máxima de su búsqueda y una magnífica
oportunidad para probarse a sí mismo. No obstante, la traducción de la obra de
Joyce estaba lejos de ser la única tarea que ocupaba la mente y el tiempo de
Subirat. Un año antes de terminar la traducción publicó un manual denominado El seguro de vida. Teoría y práctica.
Análisis de la venta que fue éxito editorial y que dio inicio a sus
posteriores publicaciones de tipo motivacional. Como si esto fuera poco, entre
1941 y 1944 publicó, además, cuatro libros de poesía muy dispares y de dudoso
valor literario. Si bien, por razones obvias, es probable que haya empezado a
escribir todos estos libros mucho antes, el dato da cuenta de que en el
interior de Subirat ardía no alguna que otra llama, sino unas cuantas. Lo
curioso es que, aun después de publicar la traducción del Ulises, nunca tuvo interés por colocarse en el centro de la escena
literaria, como si semejante esfuerzo hubiese significado para él apenas un
coqueteo con la literatura y con los círculos letrados.
La traducción le
llevó, entonces, cinco años: de 1940 a 1945. Su publicación generó, como
mínimo, sospechas. En el ámbito literario Subirat era reconocido como un
escritor menor que se había dedicado a una variedad de géneros rayana en lo
absurdo. Fiel a su carácter y a su modo de relacionarse
con desparpajo y sin prejuicios con las letras, Subirat incluyó en la publicación
un prólogo en el que calificaba de “exagerada” la dificultad que se le había
atribuido a la traducción de la obra. El dato más jugoso de todo el
acontecimiento lo aporta Juan José Saer en un artículo publicado en el diario El País, denominado El destino en español del Ulises. Allí, Saer cuenta que en los
años 40 se había conformado una comisión que reunía a los mejores anglicistas
de Buenos Aires, entre ellos Borges, para ensayar colectivamente una traducción
del Ulises. Se reunían una vez por
semana para discutir y planificar la tarea, hasta que, transcurrido un año de
discusiones, uno de los miembros llegó con la publicación de Subirat en la mano
y ese fue el final de sus empeños. En resumidas cuentas, sin estrépito ni
figura de juicio, Subirat logró lo que para la aparatosa comisión de expertos
fue apenas un conato. Sin dudas, el arrojo de Subirat fue tomado como un acto
de irreverencia. Esto, sumado al prólogo, fue como una bofetada para el
mundillo intelectual. Tal resentimiento se hizo evidente en el modo en que
Borges se refirió al suceso: “No conseguí leer completo ni el libro de
Joyce ni la pésima traducción de Subirat, pero todo el mundo aplaudía aquella
tontería”. Sentencia que asombra por lo contradictoria, proviniendo de quien
fuera autor de Las versiones homéricas.
La publicación de la traducción colocó a Subirat en medio de la línea de fuego,
y las balas no tardaron en llegar. Ajeno a toda actitud pánica, tomó nota de
las críticas y se puso a corregir la traducción, de la cual publicó una nueva
versión en 1952. Petersen señala:
Salas Subirat dio a luz una obra tan
disfrutable como difícil de juzgar: despareja, genial por momentos, anodina por
otros, con resoluciones que a veces ponen acento en lo formal, en la
musicalidad, el sonido, el ritmo, el tono, y otras que quedan adheridas a la
traducción de un significado en el sentido más llano de la palabra. Cada uno de
sus rincones está saturado de giros brillantes y errores inadmisibles. [...] Las dos versiones de Salas Subirat son dos mojones
hacia ese texto final imposible. Ni más ni menos.
La reflexión de
Petersen me conduce a dos cuestiones. La primera es meramente anecdótica: que
su descripción de la traducción —difícil de juzgar, despareja, genial por
momentos, anodina por otros— fácilmente le cabe a la personalidad del
traductor. La segunda cuestión es que probablemente Petersen nos esté diciendo
que no resulta relevante determinar si la
traducción es buena o no. Lo interesante es su valor en tanto intromisión,
consciente o no, de un hombre común, hijo de inmigrantes y autodidacta en un
ámbito al que no pertenecía. Tradujo un libro no solo intraducible, sino
uno que el mismísimo Borges reconoció no haber leído completo: “un acto
contrahegemónico en el más cabal sentido del término”, señala Petersen. Más
allá de sus aciertos y errores, el valor del acto en sí es el de haber
desafiado los preceptos establecidos relativos a quiénes son los legítimos
depositarios del saber y agentes de las prácticas académicas.
Cuando Borges
tradujo The Wild Palms (en español, Las palmeras salvajes) de Faulkner,
según aquellos que se dedicaron a estudiar de forma comparativa el original y
la traducción, “la mejoró”. Ahora bien, ese es un juicio subjetivo. Lo que hizo
Borges fue escribir una nueva versión de la novela en español al punto de, en
ocasiones, intercambiar las frases. Este sí es un juicio un poco más objetivo.
Cuando tradujo, o reversionó, el texto de Melville Bartleby, the Scrivener: A Story of Wall Street (en español, Bartleby, el escribiente), eliminó casi
un trece por ciento del texto, es decir, lo redujo en casi dos mil palabras
(tengamos en cuenta que en una traducción al español lo habitual es que el
texto resultante sea más extenso que el original). Pero la mayor “licencia” que
se tomó fue la de agregarle un verbo —ni más ni menos— a la frase más
importante del texto “I would prefer not to”, cambiándole considerablemente el
sentido y el efecto: “Preferiría no hacerlo”. Al parecer, los estudiosos
llegaron a la conclusión unánime de que los cambios que introduce Borges son
“mejoras” y las omisiones e inserciones, “licencias”. Con esto no estoy
insinuando que las versiones de Borges al español no sean magníficas. Lo que sí
quiero es obligarme a pensar fuera de la caja y, para eso siempre vienen bien
los ejercicios hipotéticos: si le diéramos las versiones de Borges a un
formador de traductores y le pidiéramos que las evalúe comparándolas con los
originales en términos de precisión y fidelidad sin darle a conocer quién fue
el traductor, ¿cuál sería su evaluación? Creo que uno de los puntos clave de
esta historia es, entonces, ¿cómo se evalúa una traducción?, ¿cuál es el
criterio que debe emplearse?, ¿de qué depende?, ¿de las circunstancias, de
quién la lee, para qué la lee? y, finalmente, ¿qué se requiere para traducir?
En El destino en español del Ulises, Saer escribe que ninguna persona
que pretenda emprender la traducción del Ulises
seriamente
podrá
ignorar que existen la primera y segunda versión de Salas Subirat. De las
versiones de Subirat podemos decir, entonces, que, con todo y sus esplendores y
miserias, allanaron el camino de las traducciones posteriores —hacia un texto
final imposible— y que, por lo tanto, no podemos considerarlas como texto
definitivo. Pero, principalmente, podemos decir que el de Subirat fue un acto
osado e irreverente que puso sobre la mesa, como nunca antes, que una
traducción reclama mucho más que erudición, que así como una película puede
nacer de las rodillas y los muslos del realizador, una traducción también puede
desafiar toda ley establecida. En otra ocasión le preguntaron a Herzog qué
significaba para él la película Fitzcarraldo.
La respuesta que ofreció fue tan sublime como útil para describir la
historia de la primera traducción del Ulises
al español: “el triunfo de la ingravidez de los sueños sobre la pesadez de la
realidad”.
Referencias:
Cronin, Paul (2014) Herzog por Herzog. Entrevistas y edición de
Paul Cronin. Trad. Ariel Magnus. Buenos Aires, El cuenco de plata.
Herzog, Werner (1978) Del caminar sobre hielo. Trad. Teresa
Arijón. Buenos Aires, Entropía, 2015.
Ortega y Gasset, José
(1937) Miseria y esplendor de la
traducción. Disponible en Internet: http://www.tramaeditorial.es/wp-content/uploads/2016/08/Ortega_y_Gasset_Traduccion_Texturas_19.pdf
Petersen, Lucas (2016) El traductor del Ulises. Salas Subirat. La
desconocida historia del argentino que tradujo la obra maestra de Joyce. Buenos
Aires, Sudamericana.
Saer, Juan José (2004) El destino en español del Ulises. Diario
El País. Disponible en Internet: http://elpais.com/diario/2004/06/12/babelia/1086997822_850215.html
[1] En el invierno de 1974, Herzog
caminó 800 km desde Múnich hasta París para visitar a su amiga Lotte
Eisner porque había recibido la noticia de que estaba muy enferma y
probablemente iba a morir. Cuatro años después, publicó con el nombre Del caminar sobre hielo las experiencias
que registró durante esa caminata.
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