LAS PALABRAS Y LA MUERTE DE LAS COSAS, por Virginia Monti

Además del Yoga, hay otro ejercicio que puede ser muy saludable si se lo practica con frecuencia: detenerse a cuestionar lo naturalizado. A diferencia del Yoga, que tiende al apaciguamiento físico, mental y espiritual, este otro ejercicio requiere de nosotros un acto de valentía extrema. Cuestionar lo naturalizado supone una entrega absoluta a la incertidumbre y al desasosiego. Implica sacudir los cimientos y arrasar con toda certeza hasta quedar en el más profundo estado de vulnerabilidad; esto es, en pelotas. La cosa naturalizada que vamos a cuestionar es el lenguaje, así que siéntese cómodo y respire hondo.


Usted va a trabajar todos los días, se casa, tiene un hijo, compra un auto, planta un árbol y escribe un libro, pero nada de eso tendría sentido si antes no hubiera dado por sentado que existe “una realidad” con una materialidad independiente de la suya, que puede percibirse a través de los sentidos y que puede reproducirse fielmente mediante formas sonoras que la hacen comunicable y que hacen posibles todas las interacciones, representaciones y simbolizaciones necesarias para que usted se levante, vaya a trabajar, se case, tenga el hijo, compre el auto, plante el árbol y escriba el libro. Es decir, en un momento clave de nuestra evolución, los homínidos tomamos todo ese caótico material empírico que nos rodeaba y —alaridos de por medio— comenzamos a circunscribirlo a reglas morfológicas y sintácticas y, con ello, a esparcir el gran rumor que hoy en día llamamos “realidad”.

Si bien el lenguaje nos hizo más eficaces como especie en términos de supervivencia, su desarrollo se dio a costa de una pérdida. Al pretender fijar la experiencia de los sentidos mediante el habla, lo que hicimos fue falsearla. Si es que “la realidad”, “las cosas”, “el mundo” existen, no son más que la materia dócil a la que el hombre da forma según dispone su voluntad o conveniencia. Para dar forma, es decir, para informar, el lenguaje nos ofrece las posibilidades que habilitan su léxico y su sintaxis, y estos pueden ser mezquinos, pero cuando de hacer daño se trata, nos las rebuscamos con lo que tenemos. De hecho, pese a haber surgido como la posibilidad de comunicar la percepción de aquello que “existe”, el rasgo más fascinante y fecundo del lenguaje es la capacidad de transmitir información sobre cosas que no existen, y dos de sus usos más frecuentes son la ficción y la perversión. El lenguaje es, al fin y al cabo, una gran máquina de producir ficciones y, para ello, nos regala el magnífico don de contradecir los sentidos, tradicionalmente conocido como mentira o, más recientemente, como posverdad —exactamente lo opuesto a aquello para lo cual desarrollamos el lenguaje en primera instancia. 

El ardid funciona entre los mortales por el mismo gesto que hace posible la literatura: la suspensión de la incredulidad. Es decir, a nadie jamás se le ocurriría cuestionar la veracidad de los poderes de Harry Potter, así como a muchos no se les ocurrió cuestionar la veracidad de las promesas de la última campaña electoral. 

Nuestra intelección del mundo tiene, entonces, la misma endeblez que la ficción, porque tanto una como otra están hechas de palabras. Aquello que consideramos verdadero o falso no es más que un enunciado, lo que predicamos de un sujeto y, si bien lo que se predica no necesariamente se corresponde con “lo real”, al igual que en la ficción, tiene la fuerza del conjuro. ¿Cómo son el mundo y las cosas cuando no las estamos mirando ni diciendo? Son y punto. Quizás si el tiempo y el lenguaje se detuvieran por un instante, el mundo se revelaría ante nosotros. Sumidos en un parloteo incesante, no hay nada a nuestro alrededor que se parezca al ser de las cosas. Para nosotros, de existir o haber algo, lo que hay es texto. No hay quien lo haya dicho mejor que Nietzsche, ni quienes lo hayan aplicado de manera más eficaz que quienes se dedican a administrar el poder o a dar las noticias.

Además de productivo a la hora de generar ficciones informativas, el lenguaje es el simbolismo más económico, porque no requiere ningún esfuerzo muscular, no implica traslación corporal, ni manipulación física. Por ejemplo, si nos propusiéramos representar una “creación del mundo” mediante imágenes pintadas, esculpidas o de otra índole, el esfuerzo sería insensato en comparación con el que requeriría representar lo mismo mediante un relato, esa sucesión de residuos vocales que se desvanecen ni bien se emiten y se perciben, pero que hacen que toda el alma se exalte y las generaciones los repitan, porque cada vez que la palabra despliega el acontecimiento, el mundo vuelve a comenzar. 

Lo del párrafo anterior no lo dije yo, lo dijo Émile Benveniste en 1966 y aun hoy, apenas si somos conscientes del poder extraordinario del lenguaje, “que hace tanto con tan poco”. La necesidad de cuestionar este fenómeno como algo naturalizado surge del hecho de que no solo estamos condenados al espejismo de las palabras, sino también al eterno retorno de los relatos que nos estructuran. Como especie, hemos sido capaces de sobreponernos a las peores catástrofes naturales y humanas, pero jamás al cuento de Adán y Eva comiendo manzanas y fornicando en el Paraíso, así como tampoco al más reciente del héroe quijotesco que endereza entuertos, en su versión aggiornada del self-made man que ha de lidiar con pesadas herencias. Quien no crea estar condicionado por ningún gran relato, que arroje la primera piedra, escriba un árbol o plante un hijo. Lo único real de nuestra realidad es que vivimos en un mundo que no es mundo, sino texto: un mundo creado a imagen y semejanza de lo dicho. 

Veamos un ejemplo bien concreto. En la introducción a la primera Gramática de la lengua castellana, Antonio de Nebrija escribió que siempre la lengua había sido compañera del imperio. En 1492, el mismo año de su publicación, el navegante genovés a quien le atribuiríamos el descubrimiento de un continente que no estaba cubierto demostró la veracidad de estas palabras: a Colón le bastó un mero acto de enunciación —la lectura en voz alta de un decreto— para tomar posesión de cada suelo americano que pisó. Qué eran esas tierras o a quiénes les pertenecían, no interesaba. Lo importante era qué se estaba diciendo de ellas, y lo que se estaba diciendo era que se llamaban Indias Occidentales y que, desde ese momento, le pertenecían a España. La conclusión a la que hemos de llegar es que, siendo las tierras americanas, pudieron ser españolas por el mismo artilugio que hizo posible que hoy en este país haya desocupación, desigualdad y hambre pero seamos felices: el decreto.

A más de 500 años de haber sido descubiertos y a más de tres años de haber sido decretados felices, estamos en condiciones de asumir que tanto el Nuevo Mundo como el nuevo rumbo no son otra cosa que el resultado de la capacidad confabulatoria y la vehemencia nominativa del ser humano. En el principio fue el verbo, dice el Génesis, y hasta hoy lo sigue siendo, digo yo. Si nos propusiéramos sincerarnos con nosotros mismos, deberíamos reformular nuestro mito de origen y decir que no fue Dios, sino el lenguaje el que creó al hombre y que, desde entonces, el hombre se valió de palabras para hablar de la existencia de Dios y darle forma y sentido al mundo. Ya sé, para que haya lenguaje, primero tiene que haber hombre, dirá usted. Benveniste le respondería que es más complejo aun, que es el lenguaje el que le enseña al hombre la definición misma de hombre y, seguramente agregaría, que a la cuestión del hombre y el lenguaje la paradoja del huevo y la gallina no le llega ni a los talones.

Otro asunto con el que tenemos que vérnosla si osamos cuestionar el lenguaje es el de quién está a cargo. He aquí otra paradoja: del lenguaje estamos a cargo todos y nadie. Somos parte fundamental del surgimiento y el desarrollo de un sistema que se ha vuelto autorregulable y que ya no necesita de nosotros tanto como nosotros necesitamos de él para que nuestras cosas tengan sentido.

Cuando reparamos en el hombre, nos encontramos con un individuo que solo puede descubrirse y definirse a sí mismo en función de algo que comenzó mucho antes que él. Cuando trata de concebirse como ser que trabaja, solo puede entenderlo en el contexto de un tiempo y un espacio humanos ya institucionalizados. Cuando trata de definirse como sujeto parlante, no encuentra otra cosa que el lenguaje ya desplegado en lugar del balbuceo o la primera palabra a partir de la cual se hicieron posibles todas las lenguas y el lenguaje mismo. El saber del hombre será siempre limitado y parcial, porque está rodeado por una inmensa región de sombras en la que el trabajo, la vida y el lenguaje esconden su verdad (y su propio origen) a aquellos mismos que hablan, que existen y que hacen la obra.

Lo del párrafo anterior no lo dije yo, lo dijo Foucault, igual que Benveniste, en 1966, y lo que dijo implica que estamos, al mismo tiempo ligados a los orígenes e irremediablemente alienados de ellos, que el lenguaje es un ejemplo más entre otros y que nunca vamos a llegar a saber del él lo que él sabe y expone de nosotros usándonos como ventrílocuos y haciéndose eco de nuestras pasiones. Las cosas son las impresiones que recibimos de ellas y el nombre que les damos, pero bajo ningún punto de vista son la cosa en sí. Las cosas en sí están ya para siempre ocultas y su ser nos es inaccesible. La materialidad que obtenemos de ellas a través del nombre es ilusoria y cada nombre oculta tras de sí una pregunta desesperada: “¡¿qué eres?!”. Nombramos, y con cada acto nominativo estamos en realidad tratando de abrirnos paso, inútilmente, hacia el magma interior de las cosas: “cuchara”… ¿qué eres?, “pan dulce”… ¿qué eres?, “despedida de año”… ¿qué eres?, y además, ¿por qué me estoy despidiendo de un año que no se va a ningún lado? ¿Acaso hay algo en el lenguaje ajeno a la metáfora?

Finalmente, así como una ocupación territorial humana solo puede ocurrir a expensas de otra, el lenguaje solo puede operar saturando todos los espacios. Hablamos para ordenar la realidad, para poner cada cosa en su lugar, y el nombre es el lugar donde no están, o donde no pueden estar las cosas. Esto implica que donde haya lenguaje, habrá solo palabras, y las palabras, al igual que los humanos, arrasan con la furia de un río crecido. Es por eso que nombrar algo equivale a consignarlo a su tumba. Una vez que el ser de las cosas fue reducido a lenguaje, la cosa muere para dar lugar al texto y lo que queda es el residuo de lo dicho o, en el mejor de los casos, una suerte de taxidermia de lo real. ¿Y la realidad? Bien, gracias.

El surgimiento, la evolución y la permanencia del lenguaje entre los hombres es la historia de cómo en algún momento olvidamos que las palabras eran palabras y no cosas, y día tras día renovamos ese olvido a costa de lo que alguna vez fue un vínculo directo —de asombro silencioso pero elocuente— con el mundo. Y todo para poder ir a trabajar, casarnos, tener un hijo, comprar un auto, plantar un árbol y escribir un libro. Pero también por el mero hecho de hablar, porque hablar es una bella locura, porque con eso el hombre baila sobre y por encima de todas las cosas. 

Esto último no lo dije yo, lo dijo Nietszche, y no hay quien lo haya dicho mejor. 

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