Esos árboles son magníficos,
pero es más magnífico todavía
el espacio sublime y patético entre ellos,
como si con su crecimiento
aumentara también.
—Rainer Maria Rilke
Entre las innumerables sensaciones que experimentamos a diario los seres humanos podemos mencionar la ilusión. De todas, esta quizás sea una de las más productivas. Las hay de todo tipo: ilusiones ópticas, auditivas, de movimiento, de Ebbinghaus, de Ehrenstein, de Kohnstamm y de lo que a usted se le ocurra. La que a mí se me ocurre es la ilusión de descubrimiento. Me refiero a esas ocasiones en que creemos haber descubierto algo extraordinario, que en un primer momento suponemos inédito, por ejemplo, una relación asombrosa entre A y B, para después constatar que alguien ya lo había advertido y que incluso había teorizado, escrito y publicado sobre el asunto. Lo que empieza como ilusión, pronto se vuelve desilusión. Pero no es para sentirse mal. Si le sucede, para suavizar el golpe puede decirse que al menos tuvo la lucidez de reparar en ello.
Esta misma sensación experimenté después de leer el cuento La dama de picas (1834) de Alexander Pushkin. La ilusión de descubrimiento no se produjo de inmediato y, generalmente, no es así como sucede. Si bien resultó ser un descubrimiento-ya-descubierto, que es esencialmente de lo que trata esta sensación, me permitió reflexionar acerca de algo que, hasta ese entonces, había dado por sentado: el espacio. Y no me refiero al espacio físico ni al espacio del espacio-tiempo de la teoría de la relatividad de Einstein, sino a un espacio quizás un poco menos aprehensible de manera inmediata, pero no por ello menos habitable que los otros: el espacio literario. Con su permiso, voy a dejar esta idea momentáneamente en suspenso para ocuparme primero de Pushkin.
La dama de picas, relato breve, pero monumental, adaptado a la ópera por Chaikovski, tiene como personaje principal a Anna Fedótovna, una condesa mala y decrépita que, si bien en el presente de la narración se nos muestra como un ser “horroroso y deforme”, durante su juventud en París había gozado de una belleza que le había valido el apodo de la Vénus moscovite y la obsequiosidad de, entre otros, el mismísimo Cardenal Richelieu. El intríngulis del relato se halla en que esta señora ochentona, “más muerta que viva”, guarda un secreto: el método infalible para ganar a los naipes. La información llega a oídos de un oficial de ingenieros alemán, el joven Guermann, quien intenta inútilmente impedir que la vieja se lleve el secreto a la tumba.
Anna Fedótovna me resultó fascinante. Me dije que era un personaje auténticamente ruso, digno producto de la imaginación, la pluma y el alma rusas. Aun así, me asedió la máxima borgeana de que “nuestro patrimonio es el universo”, y con ella, la sospecha. Me pregunté, entonces, si acaso era posible determinar cuánto de la materia prima con la que se trabaja en la ficción procede de las tradiciones narrativas orales, cuánto es inherente a la literatura como quehacer formal, cuánto depende de las posibilidades que ofrece el lenguaje y, finalmente, cuánto es resultado de la necesidad irrefrenable del hombre de crear mundos y seres posibles en función de aquello que lo desvela —sea el hombre ruso, panameño o senegalés. Semejante ímpetu meditativo rara vez nos conduce a respuestas concretas, pero suele ser la antesala de una revelación inminente. Efectivamente, los telones del buen discernimiento se corrieron para dar lugar, sin más demora, al descubrimiento propiamente dicho. Tanto el personaje como la dinámica y la estructura del relato guardaban una semejanza —casi imposible de eludir— con otro relato, un poco más extenso y no ya fruto de la portentosa imaginación rusa: Los papeles de Aspern (1888) de Henry James. Cincuenta y cuatro años después, estepas y océano de por medio, la imaginación norteamericana coincidió con la imaginación rusa o, como insinuaría Borges, Pushkin y James tenían, ambos, como patrimonio el universo.
En la novela de James, también hay una vieja que guarda un secreto. Se llama Sra. Bordereau y, al igual que Anna Fedótovna, es mala y fea. El relato está contado desde el punto de vista de un joven (o no tan joven) que es quien se afana por evitar que la vieja se lleve el secreto a la tumba, aunque tampoco logra su propósito. El secreto son los papeles inéditos de Aspern. Jeffrey Aspern es un poeta renombrado, ya fallecido, y el joven no tan joven es uno de sus editores. Los papeles, que nunca logramos saber si son poemas, documentos o qué (porque probablemente el editor tampoco lo sepa), los tiene la Sra. Bordereau. Al parecer, la belleza de la que había gozado en su juventud le había valido la obsequiosidad del poeta y, con ella, sus papeles.
Lo que empezó como ilusión, pronto se volvió desilusión. El escritor mexicano Carlos Fuentes, y probablemente alguien más antes que él, ya lo había advertido y había teorizado, escrito y publicado sobre el asunto. Anna Fedótovna y la Sra. Bordereau pertenecían a un linaje de viejas malas y decrépitas de la literatura, integrado además por la Sra. Havisham de Charles Dickens (Grandes esperanzas, 1860) y la viuda Consuelo (Aura, 1962), fruto oportuno de la universal y mexicana imaginación del señor Fuentes, quien no solo había identificado la relación entre A, B (y ahora C), sino que, además, la había ampliado y nutrido con D. En los tres relatos, dice Fuentes, el joven desea revelar el secreto de la vieja: el secreto de la fortuna en Pushkin, el de la poesía en James y el del amor en Dickens. Todas ellas descienden, a su vez, de la bruja medieval de Michelet, quien se lleva a la hoguera el secreto del conocimiento condenado por la razón moderna. En consonancia con la máxima borgeana, Fuentes agrega, “cada hoja escrita es un retoño del gran árbol genealógico de la imaginación literaria de la humanidad”.
Antes de llegar al quid del asunto, permítame una aclaración necesaria. No me interesa en este momento definir qué es la literatura, qué es una obra ni qué es un libro. Que los libros son objetos tangibles, pertenecientes a lo terrestre y mundano, es una realidad imposible de refutar, pero que no se puede considerar vana por ser evidente. Muy por el contrario, es un hecho que pone en primer plano su insuficiencia como intento de definición. Lo mismo vale para la literatura, pero como de algo hay que asirse, quizás lo más conveniente sea reflexionar sobre cuánto de material y tangible es capaz de ofrecer una realidad que a nivel conceptual se nos presenta como algo escurridizo. Me aferro entonces, aunque no sin perjuicio, a la noción de libro, objeto al cual, para bien o para mal, la literatura está íntimamente ligada. En mi realidad —en mi mundo al menos— la literatura tiene forma de libro.
Ahora bien, lo que demuestra la relación entre estos relatos es que existen no dos, sino como mínimo tres formas de leer. Las dos primeras son las habilidades básicas requeridas para comprender un texto, es decir, la clásica lectura negro sobre blanco o literal y la lectura entre líneas o implícita. La tercera forma de leer —el lujo que nos tiene reservado la literatura— es la habilidad básica requerida para viajar entre siglos, soñar y habitar el espacio literario. Leer implica, siempre, un movimiento: entre letras, palabras, frases, líneas, hojas, libros. Este último movimiento es el que hace a la tercera forma de leer: la lectura entre-libros.
Habitar el espacio literario implica ser capaz de recorrer la constelación proyectada infinitamente a partir del diálogo que los libros establecen entre sí. Dicha constelación no está determinada a priori, sino que el trayecto depende enteramente del lector, quien se mueve, siempre, en dirección a aquello que lo sacude, lo interroga y lo intriga, porque uno no encuentra en un libro sino lo que ha ido a buscar. Y como el lector no es nunca en todo momento una misma persona, sino muchas, la constelación es necesariamente inestable. En ese espacio entre-libros, en ese intersticio delimitado por el silencio que antecede y precede a un relato, se inscribe una trama otra que nos invita a hacerla hablar. Cada libro significa una cosa en tanto elemento individual y, otras, en tanto elemento constitutivo de la constelación. La literatura es al mismo tiempo arte de lo concreto y de lo potencial. Cada libro es cosmicidad en germen, un portal por el cual accedemos a otro universo. En ellos se cifran los índices y los indicios en virtud de los cuales el lector traza la constelación. Para Borges, universo y biblioteca son una y la misma cosa. Me permito agregar, entonces, que libro y oráculo también lo son. El espacio literario no admite nociones tales como “adentro”, “afuera”, “principio” ni “final”. Es un espacio absoluto y constante. Desde el momento en que se crea una obra literaria, se la consagra a una existencia sideral, que no es ni punto de partida, ni atajo, ni curva, ni punto de llegada, sino todo eso al mismo tiempo. Para descubrir los itinerarios ocultos, es necesario ejercitarse en la lectura entre-libros. El procedimiento es sencillo: hay que leer, luego leer más y finalmente seguir leyendo.
La lectura entre-libros tiene la capacidad de transformar el mundo, o nuestra percepción de él: el montaje elaborado a fuerza de intersticios, de silencios entre-libros es la nueva morada del lector. Esta, junto con las tramas, los personajes, los objetos que conforman un relato pasan a formar parte de una realidad que excede incluso al sujeto que fue capaz de concebirlos, de modo que, cuando se produce la ilusión de descubrimiento de una relación entre dos o más puntos de la constelación, resulta imposible determinar si fue provocada por el autor, por el lector o si fue la relación misma la que provocó a ambos. Efectivamente, los libros son mucho más que objetos con forma, volumen y superficie. Son también ese no lugar que habilitan fuera de sí mismos. Miro mi biblioteca y se me hace que es una caja de resonancia en la que se oye el diálogo incesante que establecen los libros entre sí. Cada uno contiene en su interior, por mención u omisión, el universo. La lectura entre-libros es una segunda manera de ser, de habitar los espacios y de habitarse uno mismo. Es un lujo, porque permite proyectar un horizonte abierto y lanzarse hacia él para dejar de parecerse a cualquier cosa en la Tierra que tenga forma humana. Inténtelo. Vale la pena, porque ¿qué limita al ser humano sino el cuerpo? El itinerario es infinito y el viaje perpetuo: Y me hago de un plumazo / dueño del mundo, / hombre ilimitado.[1]
Referencias:
Bachelard, Gastón (1957) La poética del espacio.
Benjamin,
Walter (1936) El narrador.
Blanchot,
Maurice (1969) La conversación infinita.
Blanchot,
Maurice (1955) El espacio literario.
Borges,
Jorge Luis (1941) La biblioteca de Babel.
Borges,
Jorge Luis (1932) El escritor argentino y
la tradición.
Dickens,
Charles (1860-1) Great Expectations.
Febvre,
Lucien y Martin, Henry-Jean (1958) La
aparición del libro.
Fuentes,
Carlos (1982) Como escribí algunos de mis
libros.
Fuentes,
Carlos (1962) Aura.
Kluge,
Alexander (2003) Las entrañas de la
narración.
James,
Henry (1888) The Aspern Papers.
Pushkin,
Alexander (1834) La dama de picas.
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