En 1880, un cubano desembarca en Nueva York.
Apenas dos años más tarde, publica, desde las mismísimas entrañas del monstruo
y centro de la modernidad, lo que hoy leemos e interpretamos como el primer manifiesto
estético del modernismo: el prólogo al Poema
del Niágara (1882) de Juan Antonio Pérez Bonalde, testimonio de la crisis y
del vértigo que se viven a fines del siglo XIX. Tanto el prólogo como Nuestra
América, publicado once años después, se nos presentan como un intento de
asir algo concreto en un momento en que resulta necesario definir identidades y
prácticas, momento en que un nuevo sujeto literario alza su voz en un discurso
que logra el equilibrio justo entre problematización y resignificación.
"Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central" (Fragmento, Diego Rivera, 1947) |
El cubano del que hablo es José Martí. En el Prólogo,
Martí describe con detalle precioso y simbólico la inquietud y el desasosiego
que provocan en el hombre las instancias inauguradas por la modernidad y por
los procesos de democratización, racionalización y secularización. Estas no
solo repercuten en la producción de la poesía, sino también en la revisión y el
cuestionamiento del concepto mismo de literatura y de práctica literaria. Aun
así, las formas de literatura que surgieron en ese periodo fueron un medio
apropiado para cuestionar el cambio y la fragmentación, y para reflexionar
sobre el lugar que debía ocupar el nuevo intelectual latinoamericano. Este
cuestionamiento fue posible porque la experiencia de desorientación y malestar
trajo aparejados nuevos procesos de subjetivación. La poesía se volvió íntima y
personal, atormentada y dolorosa. Para Martí y los suyos, el pasado se presentaba
como algo vacío y vano, el presente se asentaba sobre arenas movedizas y el
futuro era incierto: «están todos los hombres de pie sobre la tierra, apretados
los labios, desnudo el pecho bravo y vuelto el puño al cielo, demandando a la
vida su secreto»[1].
Si la vida de estos hombres se había convertido
en un enigma, Martí fue capaz de develarlo: tomó la materia del presente y del
pasado, observó a sus contemporáneos y comprendió cuál era la única cosa
estable, genuina y certera que, en medio de la vorágine y la confusión, podría
constituir una base firme sobre la cual repensar el futuro, la nueva literatura
y el nuevo intelectual latinoamericano: la naturaleza, el trabajo humano y el
espíritu del hombre. Esta era la verdad a la que debía asirse el poeta. Con
esta consigna, Martí se dirige a los jóvenes y a los poetas del futuro para
avisar sobre la forma y el contenido de la poesía moderna latinoamericana: «La
batalla está en los talleres; la gloria, en la paz; el templo, en toda la
tierra; el poema, en la naturaleza»[2]. Así queda explicitado el paradigma que Martí
elabora como resultado de un nuevo posicionamiento y una nueva mirada frente a
la materia confusa de la realidad.
En este nuevo paradigma se manifiestan la
esencia y sustancia de las ideas que Martí incorporó del naturalismo y el trascendentalismo
durante sus 15 años de exilio en los EE. UU. En este sentido, el poeta debía
ser una suerte de oráculo que marcara el camino hacia el cual debía dirigirse
la nueva literatura, la humanidad; camino en el que nuestro poeta vio una ruta
hacia la independencia cultural. Martí era consciente de que no era tarea fácil
llevar a la práctica esta consigna. Al hombre le costaba reencontrarse con su
esencia, encontrarse a sí mismo, encontrar su verdadera naturaleza y luchar
contra las convenciones impuestas. Lo primero que debía hacer era
reconquistarse, recobrar sus sentidos, lo genuino.
No obstante, grandes hombres de letras, como Emerson y Walt Whitman, habían
demostrado que no era imposible. Ambos habían llevado a la práctica y hasta las
últimas consecuencias la ruptura total con las convenciones, tanto sociales
como literarias, y vivieron con sinceridad y honestidad. Así pues, Martí
construye el retrato del nuevo artista, y su propio retrato, sobre la base de
estas dos figuras literarias, formas acabadas de lo que consideraba debía ser el
nuevo intelectual. Estos modelos le
permiten a Martí indagar qué es el presente y qué escritura, poeta y literatura
le caben a ese presente.
En Nuestra
América (1891) muchas de estas ideas reaparecen al servicio de una voluntad
de definición de la esencia de América Latina, problemática que requería una
nueva mirada, y que Martí construyó una vez más como un enigma a descifrar. Era
a través de la mirada hacia dentro, hacia sí misma, hacia lo autóctono que
América lograría definirse, delinear sus contornos y conquistar su autonomía:
«Conocer es resolver. Conocer el país, y gobernarlo conforme al conocimiento,
es el único modo de librarlo de tiranías. […] El buen gobernante en América no
es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con
qué elementos está hecho su país»[3]. En un momento de conformación de los sujetos
nacionales y de constitución de las repúblicas, este fue el precepto que propuso
para el buen gobierno de América. Podríamos trasladar el mismo término que
Martí emplea en el Prólogo a
propósito de los hombres y decir que América necesitaba «reconquistarse», volver a lo más básico y elemental. Tanto en
el Prólogo como en Nuestra América se advierte una relación
entre la palabra poética, lo social y la acción política: la literatura como
medio eficaz de reconstrucción de la totalidad. La literatura entonces, y a
través de ella, la Naturaleza como asunto, son las que pueden darle forma,
sentido y coherencia a la vida del hombre moderno. La poesía, dice Martí, es
más necesaria para los pueblos que el comercio y que lo material: es el modo de
sobrellevar la angustia existencial, el bullicio y la vacuidad de la vida
moderna. No caben dudas de que el proceso de secularización trajo aparejados
nuevos cultos. Para Martí, la poesía era el nuevo culto y los poetas los nuevos
profetas.
En este intento de reconfiguración del orden universal, Martí enuncia su
posición, plantea la mirada y luego la define y, de esta manera, construye
sujeto y objeto a la vez. Antes de la mirada que intenta representarla, América Latina no tiene una identidad organizada ni definida y es solo en
la disposición del discurso que lo nombra y lo identifica que «lo
latinoamericano» adquiere identidad. La voz de Martí se sitúa en un espacio del
saber, del conocimiento, y desde ese saber interpela, orienta y aconseja. En
este sentido, añade Julio Ramos en Desencuentros de la modernidad en América
Latina, la voz de Martí se autoriza desde el margen, desde el reverso de la
modernidad y la racionalización, y la literatura, a su vez, construye un nuevo
espacio como crítica de ambas. Voz y mirada se conjugan para modelar las zonas
inciertas de la modernidad en América Latina, para iluminar y dar sentido a
aquellos aspectos de la realidad que se presentan como complejos y
contradictorios. Voz y mirada se ponen al servicio de una necesidad de
reacomodamiento a las nuevas instancias de la modernización. Los escritores
modernistas proponen un modo de comunicación diferente al modo de los letrados
tradicionales. La palabra del escritor modernista hispanoamericano no se
acredita por la ley. El modo de autorización en el contexto de las nuevas
condiciones sociales del discurso se orienta a la construcción del lugar de la
enunciación para la independencia no solo cultural, sino también de las
convenciones. Se produce un deslizamiento de la función intelectual hacia un
rol espiritual; emerge la figura del intelectual con proyección hacia el futuro
y la del poeta ligado a su tiempo que, valiéndose de la literatura como nuevo
credo, reconstruye «la experiencia de la totalidad perdida»[4].
Estas dos obras
podrían interpretarse como un gran acto de habla. En ellas, se expone el
contenido y, a su vez, son el arquetipo de lo que exponen. Es el mundo el que
habla a través de las palabras del poeta, es el espíritu del hombre con sentidos
recobrados el que se expresa. A propósito de la palabra literaria, Maurice
Blanchot dice: «Allí donde está [la palabra], solo habla el ser, lo que
significa que la palabra ya no habla, pero es,
se consagra a la pura pasividad del ser»[5]. En Martí la palabra nace, atraviesa los
océanos, se impregna del perfume de las hojas de hierba, se enarbola, frunce el
ceño, mira a los hombres del pasado, del presente y del futuro, y les dice a
gritos: ¡que hierva la sangre nueva!
Referencias:
Blanchot, Maurice (2002): El Espacio Literario. Editora Nacional, Madrid.
Martí, José (2005): José Martí.
Nuestra América. Biblioteca Ayacucho.
Martí, José (2005): José Martí. Obra literaria. Primera ed.,
Biblioteca Ayacucho.
Rama, Ángel (1998): La ciudad letrada. Montevideo: Arca.
[1] Martí, José (1882): Prólogo al Poema del
Niágara en José Martí. Obra literaria. Primera ed., Biblioteca Ayacucho, p. 217.
[3] Martí, José (1891): Nuestra América en José Martí. Nuestra América (2005). Biblioteca Ayacucho, p. 33-4.
[4] Ramos, Julio
(2003): Desencuentros
de la modernidad en América Latina. México: FCE, p. 408, Cap. IX.
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